Díscolas lágrimas amenazaban escapar de mis ojos cuando veía a cualquier chica correr para meterse al agua, o simplemente caminaban sobre la arena, o el bikini les sentaba de maravilla, o hacían un top-less de esos que anulan hasta a las olas.
Juan se adueñaba de miopía al llegar allí, no veía a nadie más que a mí, ni a quien tomaba el sol a dos zancadas de su toalla.
Toda una playa veía a la tetuda que estaba a nuestro lado, pero mi marido no se había dado cuenta. Y cuando se iba corriendo a bañarse, docenas de ojos la seguían embobados, menos Juan, mi cielito no la veía. Los primeros días me sentía muy insegura, celosa, comprender que aquello le pasaba a todos los hombres y no sólo al mío, estaba muy lejos de aceptarlo. Tenía mucho que ver que no pudiera andar sola, lo sé, que cada día andara peor... ¡Pero estábamos de vacaciones! Allí nadie me conocía, ni a nadie importaba que mis piernas al andar se arquearan hacia atrás, ni que Juan, harto de verme sufrir, me cogiera en brazos y corriendo nos metiéramos en el agua.
No, a nadie importaba, salvo a mí...
No hay comentarios:
Publicar un comentario